Han pasado
ya treinta años desde aquel domingo en el que se interrumpió mi rutina cuando
me llegó la noticia de que mi padre había muerto; no recuerdo si estaba leyendo
algo en aquel tiempo. Tengo la impresión
de que en esa época no me acompañaba de libros porque andaba distraída con las
burbujas de esa edad donde todo es nuevo.
Ha pasado
tres años y medio desde aquella madrugada en la que mi madre se le unió. Recuerdo que el libro que me acompañó en esa
época era “El libro tibetano de la vida y de la muerte” de Rimpoché, un volumen
gordo, sabio y sereno.
La muerte
de los dos fue para mí algo esperado, una probabilidad que acompañó mis días y
que se dilató en ambos casos hasta que se convirtió en un suceso que se evadía
a sí mismo y que parecía que nunca iba a consumarse. Cuando finalmente sucedió, el alivio de
saberles libres de la enfermedad y del sufrimiento opacó el dolor de la pérdida
definitiva.
La muerte
ha sido una certeza constante en mi vida.
El duelo ha tenido diversas formas en cada caso y se ha transformado con
el paso del tiempo. Porque el duelo no
termina nunca cuando perdemos a un ser querido.
El duelo es algo constante que se convierte en un dolor afónico que a
veces recupera la voz.
La palabra orfandad
es una palabra fuerte de muchas aristas; se la va sintiendo diferente con cada
año que pasa. Yo siento mi orfandad
cuando miro hacia atrás y desentierro recuerdos, cuando veo el presente y me
doy cuenta de donde está cada miembro de mi familia y compruebo las
consecuencias de las decisiones que hemos tomado en el pasado. Está cuando me imagino el futuro que, aunque
quiera, no estará libre de ausencias.
La orfandad
se acentúa cuando me abruma la certeza de que ya no hay rastro de la casa en la
que crecimos, de que mi vida y la de mis
más queridos han tomado rumbos tan distintos que nos han obligado a acostumbrarnos
a la distancia, al silencio y a la lejanía.
La orfandad
está presente en los recuerdos que están atrapados en los pocos objetos que he
conservado, esos que me he empeñado guardar y que conservan historias que nadie
me puede contar.
Mi orfandad
se revive en cada muerte a la que la vida me enfrenta, en cada casa que de
nuevo se queda vacía, en cada foto que me recuerda lo que ya no va a volver.
Mi mamá sigue
y seguirá presente en mi vida a través
de los sabores que logro reproducir cuando cocino, a través de las miradas de
sus primos, hermanos, sobrinos y sobrinos nietos, en los que alcanzo a reconocer
gestos y rasgos que me la recuerdan.
Está en las lágrimas fáciles que salen de mis ojos, en los cantos y
libros religiosos, en las misas, en las oraciones y en pequeñas señales
inesperadas como el escapulario que llegó a mis manos de la mano de una ola
mientras me bañaba en el mar.
Mi papá en
cambio está en el tono y expresión de mis ojos que encuentro cuando me veo en
el espejo, en el idioma cuya forma y sonido fuertes le pertenece, en los pocos libros
que conservé y en sus cartas que guardo con afán y a través de las que espío
curiosa esa vida que no conocí. Está ahí
en sus nietos y biznietos que heredaron ciertas facciones y su mirada.
Mis padres
están presentes cuando sucede el milagro de que la familia que queda se reúne y
cuando me llegan historias que van completando el rompecabezas que está ahí en
esa mesa de la memoria, empolvado y esperando esas fichas que no sé si podré
encontrar para terminarlo.
Quito, a 31
de mayo del 2012
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